lunes, 17 de abril de 2017

EXCURSIONES Y PLAYAS


El singular entorno natural de Alumbres y el imparable progreso de la sociedad, propició que, poco a poco, se adoptara la sana costumbre de frecuentar algunos lugares de los alrededores, unas veces por necesidad, y otras para disfrutar de un rato de merecido ocio en el tiempo libre, especialmente en días señalados como festivos, u onomástica de un santo/a, por lo que durante mucho tiempo, tanto jóvenes como mayores dedicaron un día o unas horas, a la fusión con la naturaleza y la consiguiente diversión en familia o en grupos de amigos.
Así podemos destacar como lugares más frecuentados, El Canalote, Los Rincones, Sierra Gorda, Las Cuatro Fuentes, La Fausilla, Los Parales, Aguilones (la Cruz de los Caidos), puerto de pescadores de Escombreras, El Gorguel, o Las Playetas.

El día de La Candelaria.
Era un día que entonces se acostumbraba a ir de merienda al monte, y la gente de Alumbres iba a Los Rincones, Las Cuatro Fuentes, Sierra Gorda, La Fausilla y al  Canalote, a merendar y a coger palmitos.
Grupo de jóvenes de los años 60 en Sierra Gorda. Foto: Archivo particular de Francisco Atanasio Hernández
El Canalote.
Éste era el lugar de mayor concentración humana el día de La Candelaria, y por muchas circunstancias, hoy es totalmente desconocido por las nuevas generaciones, y por otras anteriores que lo conocieron y disfrutaron ha sido injustamente olvidado, aunque lo cierto es que, la instalación de los depósitos de CAMPSA, supuso una barrera en el itinerario natural de los alumbreños. El barranco se encuentra entre el Pico de la Miguelota y el Cabezo de las Cuneras, que hay frente a la antigua fábrica de Garrabino, y por el que discurría un arroyo entre juncos, carrizos, espartos y palmitos, y era el lugar predilecto de los vecinos de Alumbres para ir de merienda el día de La Candelaria de cada año.    
El Barranco de El Canalote en la actualidad con Sierra Gorda al fondo. Foto: Francisco Atanasio Hernández 
            Las mamás y las abuelas preparaban la tortilla francesa, el conejo frito con tomate o el pollo para la merienda, siempre dependiendo de la economía familiar, y a primeras horas de la tarde cogían la cesta y en quince o veinte minutos estaban allí, disfrutando del permanente tintineo que producía la pequeña pero cristalina corriente de agua saltando los obstáculos de piedra que se encontraba en su curso. Pero El Canalote, no sólo era una corriente de agua, sino un conjunto, un singular vergel escondido entre los montes pedregosos, y entre eso y el sol de invierno, se recargaban las pilas de energía positiva. Allí los críos corrían, saltaban y se revolcaban en las majestuosas alfombras de esparto y grama que tanto prodigaban, y los más mayorcitos se dedicaban a recolectar palmitos para comer sus cogollos en casa, o cogían esparto para hacerse hondas. De vez en cuando, algunos críos aventureros se perdían y había que ir a sacarlos de una pequeña gruta en la que se podían admirar algunas curiosas estalactitas y estalagmitas en su interior, porque los chiquillos se confiaban por lo fácil que era entrar en ella,  resbalando por la estrecha entrada de roca en pendiente, lo que para ellos era lo mismo que tirarse de un tobogán,  pero ese mismo carácter resbaladizo de la roca, a los más pequeños, les impedía después salir de ella si no recibían ayuda. Luego vendrían los sabrosos bocadillos de tortilla francesa bien espumada, que sabían a gloria. No mucho más tarde se recogía, y antes de que oscureciera, porque la tarde era corta, se volvía a casa con la felicidad reflejada en el rostro de satisfacción que producía el haber pasado una tarde diferente, en un lugar muy distinto y sumamente agradable.
EL CANALOTE
Aquellas tardes de sosiego incomparable,
de los días de La Candelaria,
retozábamos plácidamente sobre las alfombras
de espartos y de aneas
y de gramas y tomillos
que abrazaban al arroyuelo del Canalote
y más que consumirse, se devoraban
como las sabrosas y escasísimas tortillas
que la abuela se esmeraba en preparar.
Grupo de jóvenes de los años 60 en las Cuatro Fuentes. Foto: Archivo de Francisco Atanasio Hernández
            En alguna que otra ocasión, éste lugar también se utilizó como el más apropiado para festejar la consecución de algún trofeo de fútbol, como aquel que consiguieron en Los Camachos el equipo juvenil de Alumbres, y que según los testimonios, no sólo tuvieron que ganar el partido, sino que además necesitaron armarse de paciencia y esperar tres o cuatro horas a que la Reina y Damas de Honor del pueblo salieran del encierro voluntario al que se habían sometido, en un vano intento de negarles el trofeo a los justos ganadores. Entonces se llenaba la copa ganada en la competición, con un líquido barato que ayudara a pasar la tarde sin perder la cabeza, y de ella bebían todos los componentes del equipo y los aficionados que los acompañaban, y allí, mezclados con la naturaleza, retozaban los chavales, entre los juncos, carrizos, espartos y palmitos, y algún que otro remojón en las frescas aguas del Canalote, como en ningún otro lugar de la zona. 
En la Fausilla. Finales de los años 50. Foto: Cortesía de Juancho García 
El verano y las playas.
            Tradicionalmente, los alumbreños han utilizado las playas más cercanas al pueblo para el disfrute del tiempo de ocio en verano y en invierno. Los mayores llevaban a sus hijos a las playas de Escombreras, Los Parales, y el Gorguel, y excepcionalmente, embarcaban a toda la familia en el tren de Cartagena-La Unión, con billete hasta Los Blancos, que era la última parada hasta no hace muchos años, y desde allí, hacían unos dos kilómetros andando hasta las playas de Los Nietos cargados con todo lo necesario para pasar un día de fiesta en sus aguas y comerse una paella en sus doradas arenas.
En Los Parales. Foto: Cortesía de Paco Llor Hernández
            Hasta mediados los años cincuenta aproximadamente, en que empezaron los trabajos de desmonte y construcción de la fábrica de FERTILIZANTES, Los Parales, era el lugar preferido por las familias alumbreñas que decidían pasar un día de los “señalados”, el 18 de julio o el día de Santiago en la playa y comerse una paella cocinada con leña, y dormir la siesta bajo la sombra de los pinos que llegaban hasta la orilla. Cada uno empleaba los medios de transporte que disponía para llevar lo necesario, aunque uno muy usual era el carretón que normalmente se utilizaba para llevar los cántaros de agua que se consumía en la casa, y cuando se llegaba a la altura de la finca de Pedro Díaz se seguía el itinerario de siempre, por el camino que pasaba por en medio de las fincas de Pedro Díaz y Cervantes. 
Los adolescentes y mayores, especialmente los varones, más independientes y necesitados de aventuras frecuentaban otros lugares donde bañarse además de los mencionados, sobre todo las generaciones que a partir de principios de los años sesenta empezaron a disponer de tiempo de vacaciones en período estival.

Escombreras. Hacia 1960 se construía la empresa de Fertilizantes ENFERSA,     (que después cerró en 1993) en la playa de Los Parales, pero aún quedaba la Cala de Los Bolinches y sus aledaños, para los jóvenes alumbreños que querían seguir disfrutando del tradicional baño veraniego, en los lugares de la dársena de Escombreras que sus mayores habían utilizado con asiduidad.
También se podía elegir la pequeña playa que había en el viejo poblado de Escombreras, detrás del Bar La Playa, propiedad de los padres de Antonio Hernández (Añil)- conocido ex jugador del Real Murcia, Barcelona Atlético y Tarragona de la 2ª división de la liga nacional -, pero a ese lugar llevaban a los más pequeños en el autobús de Meroño, y para los muchachitos de 12 a 15 años era muy importante no ser confundidos con “los mocosos”. Si querías podías darte un buen baño, con ejercicios de salto y buceo incluidos hasta el fondo de unos tres metros, en el muelle de amarre de barcos de pesca que había allí mismo. Pero a pesar de que al final allí te podías quitar el salitre en el agua dulce de “El Charco “, todo ello no era suficiente como para compensar los encantos que tenía el trayecto de vuelta a casa en bicicleta desde Los Parales.

La Cruz de los Caídos. Era el lugar más alejado de Escombreras, pero en muchas ocasiones era el elegido por los jóvenes de los años sesenta, especialmente desde que la Central Térmica de Escombreras empezó a funcionar a finales de los años cincuenta, porque la corriente de agua cálida que devolvía a la mar procedente del sistema de refrigeración por esa zona, era por sí misma un atractivo y una distracción más para el carácter inquieto y aventurero de los adolescentes. Sin embargo no era eso lo único que les atraía a ese lugar, también los lugares naturales lo suficientemente altos como para practicar saltos, pero sobre todo había chicas jóvenes del viejo poblado de Escombreras, y de la recién estrenada residencia de empleados de la Central Térmica que iban a bañarse y a broncear su piel sobre las rocas.

Los Parales. Muchas de aquellas calurosas tardes de los veranos de la primera mitad de la década de los sesenta, a la hora de la siesta, un grupo numeroso de muchachos de más de diez individuos, solían darse cita en los escalones de la plaza de la Iglesia montados en bicicleta, pero antes de salir era habitual que un alumbreño de lo más castizo bendijera la expedición a su manera, en voz bien alta para que todo el mundo se enterara:
- ¡Mira si hay hijos de... en el pueblo, pues verás como luego vuelven todos!
Los Parales-Cala de los bolinches. Foto: miarroba.com
Y entonces se iniciaba la marcha, pasando por la finca de Pedro Díaz y por la de Cervantes, y cuando estaban cerca de la Cala de Los Bolinches, algunos de los chavales, aprovechando que los constructores de la fábrica de ENFERSA en Los Parales habían acondicionado un pequeño muelle allí al lado, impulsaban al máximo sus bicis y se lanzaban al mar montados en ellas, aunque después había que realizar inmersiones para sacar del fondo a los medios de transporte.
Después de una prolongada y divertida tarde de ejercicios natatorios, se cogían de nuevo las bicis y se iniciaba la vuelta a casa, aunque en este caso un poco a la desbandada. Al pasar por la finca de Cervantes era obligada una parada para refrescarse con el agua del pozo, y de nuevo adelante por aquellos caminos se entraba en las tierras de Pedro Díaz, en las que casi todos se paraban a coger algún limón, y al pasar por debajo del emparrado que había cerca de la salida de la finca, se les echaba mano a los racimos de uva que colgaban provocadores de las parras.
Los más osados paraban también en las fincas de Los Piñas y de Los Sandalios, a coger lo que hubiera para llevarse a la boca. En muchas ocasiones no hubo ningún obstáculo en el desarrollo de las aventuras, porque en realidad no se hacía ningún daño  ni a las propiedades ni a los cultivos, pero en otras eran sorprendidos y apedreados, e incluso perseguidos por los enfadados dueños de las tierras que pretendían dar una lección para que no se repitieran los hurtos.
En la actualidad no hay ni un solo lugar en Escombreras donde bañarse, porque las instalaciones industriales y la ampliación de los muelles de graneles y de crudo los han hecho desaparecer, y de las fincas sólo quedan algunos naranjos y limoneros abandonados que recuerdan un pasado agrícola no muy lejano.
            Algunos de aquellos jóvenes, mucho más aficionados que otros a la pesca con caña, preferían pasar un buen día de fiesta pescando en Cabo de Aguas o en alguna otra parte cercana de la costa, en lugar de contemplar las diversas alternativas de sol y playa, y para ello, días antes echaban el salabre con una cabeza seca de bonito o de atún, en un lugar del Fangal de Escombreras, a cuyo reclamo acudían los camarones que luego utilizarían de carnada en el anzuelo.  

            Las Playetas. Es un lugar de la costa que hay detrás de la Refinería de Escombreras y hay que subir el monte de La Fausilla para bajar a la otra parte de la mar. Por lo escarpado del terreno y su difícil acceso era un lugar poco frecuentado, y allí solían ir algunos pequeños grupos de jóvenes varones, cargados de comida y otros bártulos necesarios para pasarlo lo mejor posible, además de algunas artes de pesca que nunca olvidaban los más aficionados en los “días señalados” como el 18 de julio, o el día de Santiago.
Aquel era un lugar predominantemente de roca con una playa muy pequeña y no se podían instalar grandes comunidades de veraneantes, incluso dos grupos de cinco o seis individuos cada uno se podían agobiar, por eso a veces, ocupar el mejor lugar de la playa era motivo suficiente para intentar llegar el primero a costa de lo que fuera, sólo que no siempre salían las cosas como se planeaban. Un día de aquellos de la mitad de los años sesenta, dos grupos de jóvenes distintos divulgaron entre los conocidos que iban a ir a pasar el día de Santiago a Las Playetas, sin embargo los componentes de uno de los grupos quisieron ser más pillos que los del otro y se fueron la tarde anterior para ocupar el mejor sitio de la playa, pero a la mañana siguiente se les habían acabado las provisiones, pues entre otras cosas el mar abre el apetito, y tuvieron que desmantelar el tinglado rápidamente, y mientras estos subían la cuesta del monte haciendo el camino de vuelta a casa, se tropezaron con el otro grupo que bajaba rebosante de energía y de ganas de divertirse en una playa sólo para ellos.

El Gorguel. Era el lugar ideal de algunos grupos de jóvenes que lo elegían para pasar un domingo de verano o algún “día señalado”, y donde algunas familias del pueblo pasaban sus vacaciones instalándose en los barracones de madera.
Uno de aquellos días de la mitad de la década de los sesenta que el calendario señalaba como fiesta nacional, fueron a la playa del Gorguel a pasar la jornada un grupo de jóvenes varones, y como uno de ellos era sobrino de Matilde que pasaba unos días con su familia ocupando uno de aquellos barracones, a ella fueron a dejarle los dos pollos fritos con patatas y tomate que llevaban para comer. Estaban disfrutando del baño y de las naturales carreras de natación juveniles cuando llegaron otras familias del pueblo, entre las que ¿casualmente? iban dos chicas que habitualmente flirteaban con dos de aquellos muchachos, y éstos tras una cómplice mirada pensaron que ya era hora de cambiar de compañeros de juegos y se fueron con las chicas.
                                                                En Las Playetas. Foto: Archivo Fº. Atanasio Hernández
Un par de horas después, el deporte de natación y los juegos de pelota en la playa, empezaron a producir en los muchachos una sensación improrrogable de reponer fuerzas lo antes posible y llamaron a comer a los otros dos, pero estos jóvenes galanteadores encandilados por la presencia femenina se olvidaron de todo, incluso de que habían ido allí en compañía de otros amigos, que hartos de ser ignorados pensaron irse sin ellos a comer y de paso darles una lección.
- Matilde nos ha dicho tu sobrino que nos des los pollos, que hemos pensado comer en la playa.
- Claro que sí, tomad y que os aproveche - dijo amablemente la noble mujer.
Cogieron la cazuela con mucho cuidado, como si no tuvieran prisa, y cuando desaparecieron de la vista de Matilde corrieron, como alma que lleva el diablo, a guarecerse de los inclementes rayos de sol bajo la generosa sombra de las palmeras datileras que hay en los bordes de la playa, y allí, entre las histéricas risas juveniles que producía pensar en el chasco que se llevarían los otros cuando bajaran de las nubes, y el buen apetito de los adolescentes devoraron el contenido de la vasija.

Cuando los galantes muchachos se quedaron solos porque las chicas se fueron a comer con sus familias, entonces se acordaron que no sólo de ligar vive el hombre, y se percataron de que algo no iba bien porque sus amigos no estaban por allí, y como el hambre empezaba a hacer estragos en sus estómagos vacíos se dieron a correr en busca de sus compañeros de viaje, pero cuando los encontraron ya era tarde, y mientras los bromistas se revolcaban de risa por la arena, las víctimas de su diversión, más cabreados que de lo normal, se resignaban a su suerte mientras buscaban la forma de calmar el estómago haciéndose un bocadillo.
Playa de El Gorguel. Foto: Francisco Atanasio Hernández
Generaciones posteriores han seguido utilizando esta playa, a la que llevaban sus tiendas de campaña para pasar fines de semana, a pesar incluso de que los vertidos de estériles de la mina no dejaron de contaminar sus aguas y su arena hasta no hace muchos años, y todavía tiene muchos adeptos entre los vecinos de la zona, ahora quizás con más razón que antes, puesto que ya no hay vertidos de las minas, aunque la playa, 26 años después de que éstas dejaran de verter, sigue estando colmatada de estériles mineros, porque la Administración continúa pensando cómo regenerarla, seguramente hasta que la propia naturaleza consiga regenerar lo que la conjunción de la codicia humana y la desidia administrativa han destruido. Además, en esta cala no hace mucho tiempo que se instaló una piscifactoría, y Obras del Puerto también proyecta una obra gigantesca en el lugar, lo que sin duda, haría imposible la utilización de su playa.
Todavía siguen en pie muchas de las casetas de madera pegadas a la falda de los montes, desafiando al tiempo y a los montones de estériles que sepultan las doradas arenas que otras generaciones pudimos disfrutar.


Fuentes consultadas y/o utilizadas

Libros
-Francisco Atanasio Hernández. Alumbres en el siglo XX.
-Francisco Atanasio Hernández. Lo que me quedó de Alumbres en el siglo XX.
-Francisco Atanasio Hernández. Retazos de la historia de Alumbres.
-Francisco Atanasio Hernández. Alumbres algunas historias pendientes.

Poema
-Francisco Atanasio Hernández. El Canalote.

Fotos
-Francisco Atanasio Hernández. Archivo particular.
-Juan Martínez García.
-Francisco Llor Hernández.
-Miarroba.com


lunes, 3 de abril de 2017

HISTORIAS DE MIEDO Y SUPERSTICIÓN


Foto y montaje: Francisco Atanasio Hernández

            UNA HISTORIA SOBRE LA CASA DEL DUENDE
Había una vez un hombre que vivía en La Peraleja, y estando su esposa en el lecho de muerte le prometió que nunca se volvería a casar, porque según decía nunca podría querer a otra mujer, y además, no estaba dispuesto a darle a sus hijos una madrastra con todos los inconvenientes que llevaba consigo, pero pasado un tiempo una hermosa mujer lo hechizó de tal manera que incumplió su promesa casándose por segunda vez.
A partir de ese día el pobre hombre no pudo descansar tranquilo ni un solo momento, porque todas las noches, a partir de las doce, se comenzaban a escuchar extraños ruidos en toda la vivienda acompañados de un alejado e ininteligible ulular que parecía provenir del otro mundo. Incluso alguna vez creyó haber visto algo informe y vaporoso moverse por la casa atravesando las paredes como si fuesen de humo. Los muebles se movían solos arrastrándose ruidosamente, las sartenes, las ollas, los cazos, las cazuelas, se caían al suelo y rodaban por él de forma estrepitosa, sin que nadie pudiera darle al misterioso asunto una explicación razonable.
Un día, este hombre, cansado y aburrido de tanto escándalo nocturno, se le ocurrió pensar que todo podía ser como consecuencia del incumplimiento de su promesa, y entonces invocó a su difunta esposa en una plegaria desgarradora, a la cual acudió el espíritu de la mujer solicitado reprochándole su falta de palabra, pero que no obstante estaba dispuesta a desaparecer de su vida definitivamente si cumplía la promesa de realizar tres misas de difuntos en su honor, en tres miércoles y meses diferentes y además tenía que ir a ellas descalzo.
En un principio, el hombre apesadumbrado prometió cumplir las nuevas condiciones, sin embargo cuando llegó a casa y lo habló con su nueva esposa, ésta que era muy zalamera, utilizó todas sus artes de persuasión para convencerle de que ya les iba a suponer bastante esfuerzo, sobre todo económico, pagarle al cura la celebración de las tres misas, como para arriesgarse a coger una enfermedad yendo descalzo a la iglesia en pleno invierno.
Aquel mismo mes de enero, quince días después de haber renovado la promesa, realizó la primera de las misas, pero no se descalzó para ir a ella. En los siguientes meses de febrero y marzo celebró las otras dos misas, y como en la primera acudió a ellas con su calzado habitual.
Durante aquellos tres meses nada había cambiado, y en el transcurso de cada una de las noches había sucedido lo mismo que antes del compromiso entre aquel hombre y el espíritu de su difunta mujer, y así siguió sucediendo después de la última misa. Y mientras tanto, el cansancio físico y mental iba socavando su integridad síquica hasta que tuvo que ser ingresado en un manicomio, y sus hijos, junto con su segunda esposa se vieron obligados a cambiar de domicilio, antes de que les sucediera lo mismo que al cabeza de familia.
Dibujo: Francisco Atanasio Hernández
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A ver quién es el más valiente.
Durante muchas generaciones, los adolescentes y jóvenes del pueblo hemos usado la tétrica figura del cementerio para distracciones de diversa índole. Algunas veces, un muchacho cruzaba apuestas con otro en presencia de los amigos para ver quién era capaz de realizar la mayor extravagancia posible en el interior del campo santo, o al menos en sus muros y puertas, y en todo caso sin causar daño alguno, pero la prueba de valentía tendría que quedar allí, en espera de que el grupo de amigos fuese a confirmar lo que cada uno de los competidores contara de su hazaña.
Muchas veces, los contendientes realizaban sus gestas con total normalidad, y cuando iban sus amigos a verificarlas se encontraban con un pañuelo atado a las rejas de un panteón, o una vela encendida junto a la cruz de un enterramiento, o la calavera de un animal sobre una lápida, etc., etc., etc.
Sin embargo, en ocasiones, a uno o a los dos contendientes se le organizaba una broma más o menos pesada. El incauto llegaba al cementerio confiado cuando de pronto  se le aparecía un fantasma, que en realidad era uno de sus amigos tapado con una sábana blanca, que previamente había elegido el lugar más apropiado para cruzarse con él a una distancia prudencial, o desde la oscuridad, simular la voz hueca y misteriosa de un muerto que le conminaba a marcharse de allí lo más rápidamente posible antes de que cayeran sobre él innumerables y dañinos maleficios, por haber osado turbar el eterno descanso de los muertos del lugar.
La mayoría de las veces, el pasmo que recibía el muchacho con este tipo de bromas surtía efecto, y salía corriendo de allí despavorido, y no descansaba hasta llegar al lugar donde supuestamente deberían de estar esperándole sus amigos, pero éstos solían llegar allí bastante después acompañados de una catarata incontenible de risotadas a su cuenta.
No obstante, no siempre sucedía así, porque también los había realmente osados, y en alguna que otra ocasión, el fantasma, o la voz de ultratumba, tuvo que ser más veloz que el embromado o las piedras que éste le lanzaba a dar.
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El disfraz de la muerte.
Domingo Conesa y Pepita Barcelona, me contaron que siendo monaguillo Salvador Celdrán, un conocido amigo del pueblo, acostumbraba a asustar a las mujeres que iban a limpiar la iglesia los viernes por la noche.
“En la iglesia había muy poca luz, y el bromista cogía unas escobas y las amarraba formando una cruz, que luego vestía con una sotana del cura, y con un puñado de trapos hacía una careta que cubría con un trapo negro de los muertos. Todo ese armatoste se amarraba con hilos a la manecilla de la puerta del cuarto de la limpieza que abría para fuera.
Cuando las mujeres estaban cerca del cuarto se apagaban las luces de la iglesia, para que al abrir la puerta y se levantara el “muerto” la aparición del fantasmagórico montaje causara un efecto pavoroso en las temerosas señoras, que de inmediato salían de allí aterradas tropezando con los bancos y con todo lo que hubiera por en medio, y si se le ponía una vela detrás del muñeco para que lo iluminara un poco, el espectáculo de terror estaba garantizado”.
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Penitente con cadenas.
Hubo un tiempo en que las gentes más creyentes y supersticiosas “realizaban promesas” a un santo determinado, para que un familiar querido sanara de su enfermedad, y si se cumplía el deseo, la persona que había hecho la promesa, vestía una túnica morada durante un tiempo, pero para otras la promesa significaba algo más de sacrificio, y salía de noche cubierto/a con su túnica y cargado de cadenas que iba arrastrando por las calles del pueblo, y algunas veces, para no alarmar a la población era acompañado por el sereno, que previamente lo había puesto en conocimiento de los vecinos para que si se tropezaban con el penitente no salieran despavoridos.
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Creencias sobre la mula.
Entre nuestros mayores estaba muy extendida la creencia de que la mula no podía quedar preñada porque no le había dado calor al Niño Jesús en su nacimiento, y todavía quedan algunos de nuestros predecesores que lo creen así.
Sin embargo, es sabido que la razón de que la mula no pueda tener descendencia no es esa, sino que siendo un animal de la familia de los équidos, es el fruto de la unión de un asno y una yegua (hembra del caballo), por cuya razón es estéril, pero ese cuadrúpedo no carece de otros importantes atributos como son la inteligencia y la terquedad. Algunas  veces habremos oído aquella frase que define al animal, “Eres más terco que una mula”.
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Historias del Chinche (de mi libro “Retazos de la historia de Alumbres”)
Ginés Valero Martínez es un hombre sencillo, un amigo, a quien tengo mucho afecto y muchísimo respeto, porque antes que nada es una buena persona, abierta a los demás y a compartir sus conocimientos, sus experiencias y sus fantasías, aunque reconoce que es muy, muy miedoso.

Su afán de superación, sus ansias de saber y sobre todo su origen humilde, le hacen merecedor del protagonismo que a lo largo del tiempo le he dado en mis artículos y en mis libros, con unas páginas dedicadas en exclusividad para él y sus historias.

Lo que corre el miedo y el hambre.
En esos tiempos en los que no se sabe bien si el miedo corría más que el hambre o al revés, cuenta Ginés Valero, que una noche, él y sus tres hermanos, “el Pedrolo”, “el Crietas” y “el Negrín”, que según dice eran tan miedosos como él, se afanaban en hacer una sémola en el hogar de su casa que estaba en el camino del cementerio, cuando de pronto cayó en medio de la sala la escoba que estaba en el rincón donde descansaba atado el burro, y sin mediar palabra alguna los cuatro huérfanos salieron de la casa corriendo aterrorizados, y no pararon hasta que estaban bien lejos de la vivienda.
Cuando se tranquilizaron un poco y se reunieron de nuevo, se preguntaron por el extraño acontecimiento, pero ninguno de ellos encontraba una explicación lógica que aplacara sus temores, entonces recordaron que se habían dejado una sémola haciéndose en la sartén y se fueron a casa animados por la idea de calmar el hambre, pero cuando llegaron allí, había desaparecido la sartén con la sémola que contenía, que seguramente se apropió alguien a quien el hambre le hizo correr más que el miedo a los hermanos.
El Chinche y Paco Atanasio en la S.F.C. Minerva de Alumbres
Otra noche, cuando las puertas carecían de las cerraduras mecánicas actuales y sólo se cerraban por dentro con una tranca, bajaron a las fiestas de San Roque y dejaron la puerta de la casa entornada, y cuando volvieron a media noche se la encontraron totalmente abierta.
- ¡Chinche entra tú! – dijo el Crietas.
- ¿Yo? sí claro – entra tú Negrín.
- Anda Pedrolo pasa tú.
- Yo no paso.
En definitiva, que como todos tenían miedo se fueron en busca del sereno para que entrara en la casa él delante de los hermanos no fuera a ser que hubiera alguien dentro.

Otras historias sobre la Casa del Duende. Era una vieja vivienda rodeada de chumberas que había al Sur de la rambla de Los Cucones, justo en el camino de la fuente de La Peraleja. Para llegar a ella había que pasar por al lado del campo de fútbol El Secante, y de los extraños sucesos que ocurrían en su interior se contaban muchas historias, todas ellas impregnadas de cierta dosis de superstición y fantasía, motivadas en mayor o menor medida por el miedo a lo desconocido y al más allá que el ser humano en general y algunos en particular suelen padecer.

Dice Ginés que Juan “el Castaño”, que vivió en la Casa del Duende, contaba que las puertas de la casa se abrían y cerraban solas, y que mandaba a su hijo a que las cerrara, pero volvían a abrirse de nuevo, y de noche se escuchaban ruidos extraños en su interior.

Cuenta también que cuando “Perico el del Burro” vivió en aquella casa se quejaba amargamente de que su burro no paraba de moverse y de dar golpes de noche, y que en muchas ocasiones se escuchaban extraños ruidos en la casa, lo que con frecuencia les impedía conciliar el sueño y descansar adecuadamente.

Aparición demoníaca
Añade Ginés que Paco “el Marañón” contaba que una noche, cuando volvía de La Peraleja de ver a la novia, que era sobrina de Juan “el Cano”, vio un extraño bulto que no pudo distinguir bien en la portería del Secante del lado del camino, (por entonces las porterías del campo de fútbol estaban orientadas de Este a Oeste, y no de Norte a Sur como están ahora) y que la aparición se repitió varias veces llegando incluso a patearle, hasta que le realizó una misa en su nombre y ya nunca más volvió a aparecérsele.
            Sobre este mismo tema, dice que su sobrino Juan López venia una noche de La Unión y se encontró en el camino un borrego y se lo echó a cuestas y que conforme iba andando aquello iba creciendo y como cada vez le pesaba más, lo tiró al suelo y salió corriendo porque aquel animal lo persiguió con muy malas intenciones.
Nota: Curiosamente, sobre la aparición demoníaca del choto, cabrito o carnero, hay otras publicaciones que relatan casos parecidos sucedidos a otras personas, en otros pueblos de la comarca.
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Fuentes consultadas y/o utilizadas

Libros
-Francisco Atanasio Hernández.  Alumbres en el siglo XX.
-Francisco Atanasio Hernández. Lo que me quedó de Alumbres en el siglo XX
-Francisco Atanasio Hernández. Retazos de la historia de Alumbres.

Fotos
-Francisco Atanasio Hernández.

Dibujo
-Francisco Atanasio Hernández.

Testimonios
-Domingo Conesa Hernández
-Ginés Valero Martínez.
-Mis recuerdos.